Contemplaba tu figura desde mi posición privilegiada. Aquel sillón
que presidía majestuosamente la estancia principal de tu casa. Oía tu respiración,
cada movimiento rozando las sábanas, tus susurros fruto de un sueño, tus manos abrazando la almohada.
¿Qué soñarías? Me preguntaba. ¿Serías feliz allá en tu
subconsciente? ¿O tal vez tu mente te la jugaba?
En aquella noche estrellada, la luna en lo alto resplandecía
y entraba por las ventanas, por el hueco de las cortinas, un rayo de luz que
llegaba, iluminando nuestro nido, directo hasta tu cama, incidiendo sobre tu oscuro
cabello que bajo aquel destello brillaba más que cualquier lucero. Divina
imagen que la vida me brindaba.
La noche a su fin tornaba y allí seguía, como tantas
otras, disfrutando de tu simple presencia, inocente, inmaculada. Disfrutando,
contigo y sin ti.
La hora de tu
despertar se acercaba así que me levante de mi asiento y me dispuse a ocupar
mi sitio en tu regazo, tratando de ocultar aquella costumbre de
contemplar tu semblante aun dormido, tu belleza intacta.
Me acerqué a ti sigilosamente cual ladrón de guante blanco.
Aproximé mis labios a tus mejillas hasta que rozaron tu suave tez dejando allí mi
huella, pero tan sutilmente como para que pensases que era fruto de aquel sueño.
Acaricié tu pelo con mis manos por última vez aquella noche, y me acosté junto
a ti, esperando que llegase el momento en que me despertases con un beso como
cada mañana y comenzara un nuevo día a tu lado.
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